Los incentivos tributarios en Colombia se han convertido en un instrumento que facilitan la búsqueda y otorgamiento de rentas, y son una invitación para la corrupción.
Los incentivos tributarios a la inversión constituyen uno de los instrumentos frecuentes que utilizan los gobiernos para supuestamente estimular la generación de empleo y el crecimiento económico. El Estatuto Tributario colombiano está lleno de ellos, especialmente desde las reforma tributarias de 2003 y 2006. y de la expedición de la Ley 1004 de 2005 sobre Zonas Francas.
¿Tienen sentido esos incentivos? ¿Realmente contribuyen a la inversión? La literatura económica sobre el tema es escéptica sobre sus resultados.
La racionalidad de un incentivo tributario es en principio inobjetable: si se le disminuyen los impuestos a pagar a un empresario, la rentabilidad aumenta y por lo tanto estará más dispuesto a invertir. Pero existe por otra parte una realidad, también inobjetable: los impuestos son necesarios. El Estado tiene que financiar sus funciones básicas de producción de bienes públicos, y la sociedad ha considerado que debe también cumplir un papel importante en la redistribución de ingresos a través del gasto social. Si se aspira a mantener un nivel de gastos, o a aumentarlo (en la actual campaña presidencial todos los candidatos han prometido programas que se traducen en aumentos de gasto, pero han sido parcos en resolver cómo los financiarían), la única manera de reducirle los impuestos a un empresario o a un grupo de ellos es aumentándoselos al resto. Estos por lo tanto, tendrán un desincentivo para invertir. En principio, entonces, el efecto neto de un incentivo sería absolutamente neutro.
Obviamente, puede argumentarse que hay sectores económicos que el Gobierno debe preferir, y que ameritan por lo tanto tratamientos tributarios especiales. Serían aquellas que tengan “externalidades positivas”, en las cuales sus beneficios sociales sean superiores a los beneficios económicos apropiados por el empresario. En ausencia de apoyos especiales por parte del estado, a través de subsidios o de reducciones en impuestos (ambas figuras son equivalentes), el monto de inversión en estas actividades sería inferior al mínimo social. Ejemplo de estas externalidades son los beneficios ambientales asociados a la plantación de árboles o a algunas actividades de investigación y desarrollo.
En este contexto, generar empleo no puede considerarse una externalidad. Todas las actividades económicas, en mayor o menor grado, generan empleo. Lo lógico sería reducir los impuestos a todo el mundo, pero ello ya no podría ser considerado un incentivo tributario. Más bien deberían eliminarse aquellos impuestos que castigan la generación de empleo, o que disminuyen el monto que el empresario estaría dispuesto a pagarle a sus trabajadores, como las cargas parafiscales. Pero eso es otra historia. de la cual nos ocuparemos en otra entrada.
Si se acepta, en gracia de discusión, que es necesario utilizar los incentivos tributarios para compensar las externalidades positivas de una actividad económica, es necesario sopesar los beneficios de los incentivos con su costo. Zee, Stotsky y Ley 1 señalan los siguientes costos:
- Erosionan la base tributaria. Algunas inversiones se van a realizar de todas maneras, así no se haya contemplado la exención. En estos casos, la exención tributaria equivale a un regalo simple del fisco al inversionista. .
- Distorsionan la asignación de incentivos. Algunas actividades económicas son promovidas, no porque sean más eficientes económicamente, sino porque tienen los incentivos tributarios.
- Los incentivos tributarios crean oportunidades para la corrupción y para el desarrollo de actividades buscadoras de rentas. La corrupción desestimula la inversión.
- La administración de los incentivos tributarios representa un costo para la sociedad.
- Recordemos en fin una verdad de a puño: los incentivos distorsionan la asignación de factores. El trabajo y el capital son dos factores de producción que si bien pueden ser complementarios, también pueden ser sustitutos. Gracias a un incentivo tributario (una deducción sobre el valor de las inversiones en activos nuevos, como la que existe en Colombia), una empresa puede comprar más máquinas y la respuesta puede ser ambigua: o bien va a contratar más trabajadores para operarlas, o bien va a reemplazar un trabajo que antes se estaba desarrollando por trabajadores. Desde el punto de generación de empleo, lo más que se puede decir frente a este tipo de incentivos es que sus efectos son ambiguos.
Si pese a los inconvenientes señalados un país decide utilizar los incentivos tributarios como instrumento de promoción de la inversión, es necesario que ellos cumplan con ciertas condiciones, especialmente en lo relacionado con la transparencia en su asignación y administración. En un documento de trabajo publicado el año anterior, Klem2 argumenta que estos incentivos deben ser automáticos y no discrecionales.
Los incentivos tributarios a la inversión constituyen uno de los instrumentos frecuentes que utilizan los gobiernos para supuestamente estimular la generación de empleo y el crecimiento económico. El Estatuto Tributario colombiano está lleno de ellos, especialmente desde las reforma tributarias de 2003 y 2006. y de la expedición de la Ley 1004 de 2005 sobre Zonas Francas.
¿Tienen sentido esos incentivos? ¿Realmente contribuyen a la inversión? La literatura económica sobre el tema es escéptica sobre sus resultados.
La racionalidad de un incentivo tributario es en principio inobjetable: si se le disminuyen los impuestos a pagar a un empresario, la rentabilidad aumenta y por lo tanto estará más dispuesto a invertir. Pero existe por otra parte una realidad, también inobjetable: los impuestos son necesarios. El Estado tiene que financiar sus funciones básicas de producción de bienes públicos, y la sociedad ha considerado que debe también cumplir un papel importante en la redistribución de ingresos a través del gasto social. Si se aspira a mantener un nivel de gastos, o a aumentarlo (en la actual campaña presidencial todos los candidatos han prometido programas que se traducen en aumentos de gasto, pero han sido parcos en resolver cómo los financiarían), la única manera de reducirle los impuestos a un empresario o a un grupo de ellos es aumentándoselos al resto. Estos por lo tanto, tendrán un desincentivo para invertir. En principio, entonces, el efecto neto de un incentivo sería absolutamente neutro.
Obviamente, puede argumentarse que hay sectores económicos que el Gobierno debe preferir, y que ameritan por lo tanto tratamientos tributarios especiales. Serían aquellas que tengan “externalidades positivas”, en las cuales sus beneficios sociales sean superiores a los beneficios económicos apropiados por el empresario. En ausencia de apoyos especiales por parte del estado, a través de subsidios o de reducciones en impuestos (ambas figuras son equivalentes), el monto de inversión en estas actividades sería inferior al mínimo social. Ejemplo de estas externalidades son los beneficios ambientales asociados a la plantación de árboles o a algunas actividades de investigación y desarrollo.
En este contexto, generar empleo no puede considerarse una externalidad. Todas las actividades económicas, en mayor o menor grado, generan empleo. Lo lógico sería reducir los impuestos a todo el mundo, pero ello ya no podría ser considerado un incentivo tributario. Más bien deberían eliminarse aquellos impuestos que castigan la generación de empleo, o que disminuyen el monto que el empresario estaría dispuesto a pagarle a sus trabajadores, como las cargas parafiscales. Pero eso es otra historia. de la cual nos ocuparemos en otra entrada.
Si se acepta, en gracia de discusión, que es necesario utilizar los incentivos tributarios para compensar las externalidades positivas de una actividad económica, es necesario sopesar los beneficios de los incentivos con su costo. Zee, Stotsky y Ley 1 señalan los siguientes costos:
- Erosionan la base tributaria. Algunas inversiones se van a realizar de todas maneras, así no se haya contemplado la exención. En estos casos, la exención tributaria equivale a un regalo simple del fisco al inversionista. .
- Distorsionan la asignación de incentivos. Algunas actividades económicas son promovidas, no porque sean más eficientes económicamente, sino porque tienen los incentivos tributarios.
- Los incentivos tributarios crean oportunidades para la corrupción y para el desarrollo de actividades buscadoras de rentas. La corrupción desestimula la inversión.
- La administración de los incentivos tributarios representa un costo para la sociedad.
- Recordemos en fin una verdad de a puño: los incentivos distorsionan la asignación de factores. El trabajo y el capital son dos factores de producción que si bien pueden ser complementarios, también pueden ser sustitutos. Gracias a un incentivo tributario (una deducción sobre el valor de las inversiones en activos nuevos, como la que existe en Colombia), una empresa puede comprar más máquinas y la respuesta puede ser ambigua: o bien va a contratar más trabajadores para operarlas, o bien va a reemplazar un trabajo que antes se estaba desarrollando por trabajadores. Desde el punto de generación de empleo, lo más que se puede decir frente a este tipo de incentivos es que sus efectos son ambiguos.
Si pese a los inconvenientes señalados un país decide utilizar los incentivos tributarios como instrumento de promoción de la inversión, es necesario que ellos cumplan con ciertas condiciones, especialmente en lo relacionado con la transparencia en su asignación y administración. En un documento de trabajo publicado el año anterior, Klem2 argumenta que estos incentivos deben ser automáticos y no discrecionales.
Lo anterior contrasta con la manera como algunos de estos incentivos están funcionando en Colombia. Señalemos algunos ejemplos:
a) Exención de rentas. El Estatuto tributario (art 207-2) establece varias ingresos que son exentos de impuestos. En muchos casos, esa exención está condicionada al concepto de un organismo público, pero no están claros los criterios de otorgamiento de la exención. La renta generada en los hoteles que se remodelen o amplíen está exenta por 30 años, pero es “necesaria la certificación del Ministerio de Desarrollo”. La renta originada en nuevas plantaciones forestales, debe estar “calificada” por la Corporación Autónoma Regional o la entidad competente. La proveniente de nuevos productos medicinales y software deben tener un “alto contenido de investigación científico o tecnológico”, certificado por Colciencias o por quien haga sus veces.
b) Zonas Francas. Los usuarios de una zona franca pagan una tarifa del 15%, frente al 33% que paga el resto de las sociedades. Obviamente, montar una zona franca puede ser un magnífico negocio. La disminución del tributo termina repartiéndose entre el promotor (a través del mayor precio en la venta o arrendamiento de los terrenos allí ubicados) y el usuario. Y ¿quién decide la autorización de las zonas francas? La Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales, previo concepto de una “Comisión Intersectorial”. Esta basará su concepto (Decreto 383 de 2007) en el “impacto que genere en la región, su contribución al desarrollo de los procesos de modernización y reconversión de los sectores productivos de bienes y servicios que mejoren la competitividad e incrementen y diversifiquen la oferta”. La Dian puede negar el concepto cuando a su criterio “ las necesidades se encuentren cubiertas en una determinada jurisdicción o por motivos de inconveniencia técnica, financiera, económica o de mercado”.
Las metas de inversión, modernización, generación de empleo solo deben aparecer en los estudios de factibilidad y en el “Plan Maestro de Desarrollo General de la Zona”, documentos que se presentan en el momento de la solicitud. No constituyen compromiso ni para los promotores de la zona franca ni para sus usuarios. Todo lo que tiene que hacer el promotor es convencer a la Comisión Intersectorial y a la DIAN de la bondad de su proyecto. Estos dos organismos pasaron a convertirse , en virtud de estas absurdas disposiciones en dispensadores discrecionales de rentas.
c) Contratos de Estabilidad Jurídica. Ya hemos hablado en otras ocasiones de este instrumento. Un organismo público, el Comité de de Estabilidad Jurídica, es el encargado de decidir qué contribuyentes tienen derecho a este particular privilegio. Los criterios de otorgamiento dejan también un amplio marco de discrecionalidad a los otorgantes.
En conclusión, la manera como se han reglamentado los incentivos tributarios en Colombia contradicen los principios con los cuales ellos deben ser otorgados y administrados. Dejan amplio margen para la búsqueda de rentas y para la corrupción. El nuevo gobierno que empiece el 7 de Agosto tendrá que proponer una revisión total de estos instrumentos.
1- Tax Incentives for business investment: a primer for policy makers in developing countries. World Development. Vol 30. No 9. pp 1497-1516. 2002.
2- Costs, benefits, and risks of business tax incentives. IMF Working paper, wp/09/21.Se puede consultar aquí.
Comentarios
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es bueno siempre la acertada critica, pero es mas plausible cuando no se queda en ella y aporta una solución.
El mejor incentivo para todas las actividades económicas legítimas es un ambiente macroeconómico sano (disminuye los riesgos al empresario), una eficiente provisión de bienes públicos (por ejemplo, infraestructura), y un marco institucional que respete los derechos de propiedad.
Por otra parte, en la entrada señalo que, si por razón de las externalidades positivas de una determinada actividad económica se llega a la conclusión de que es necesario otorgar incentivos tributarios, estos deben darse en condiciones de automaticidad (lo cual evita que se conviertan en privilegios para los mejor "conectados", o en instrumentos de corrupción). Por otra parte, ello exige análisis cuidadosos de beneficio/ costo, que, en el caso del sistema tributario colombiano, han estado ausentes. Como se ve, si se hacen propuestas